Desde que empezó este curso escolar la infraestructura educativa ha sido un tema en constante actualidad. Esto se ha debido a diferentes noticias que han venido salpicando la prensa del archipiélago en los últimos meses.
El primero de estos sucesos tuvo lugar a comienzos de septiembre, y fue el anuncio del consejero de Educación de que no se pondrían en marcha las casi 1.200 plazas de educación infantil distribuidas en 65 centros educativos para alumnado de 2 años, a las que se había comprometido la Administración anterior. Poli Suárez lo justificó argumentando que muchas de las obras necesarias para poder asumir al nuevo alumnado en los centros previstos ni siquiera se habían licitado. De paso aprovechó el flamante consejero para concertar la matrícula del nuevo alumnado en guarderías privadas.
En la primera quincena de octubre, la larga y extrema ola de calor que asoló Canarias y motivó el cierre de las aulas y la suspensión de actividades durante dos días lectivos, evidenció bien a las claras -por si alguien no lo sabía- la precariedad de las instalaciones del sistema público educativo para hacer frente a los efectos del cambio climático. Esta situación meteorológica afectó sobremanera a los centros situados en los municipios donde la canícula tuvo mayor incidencia, y a aquellos otros que se ven obligados a impartir docencia en naves que no reúnen las condiciones mínimas, en las que según sus usuarios “en invierno te congelas y en verano te asas”.
Hace unos años el STEC-IC propuso a la Consejería de Transición Ecológica y Lucha contra el Cambio Climático iniciativas en los centros educativos públicos de Canarias para mitigar los efectos del aumento de las temperaturas; tales como instalar aislamientos térmicos o cuidar sus zonas verdes, amén de otras actuaciones en materia de eficiencia energética, desarrollo curricular y formación. Son medidas que requieren no sólo de inversión, sino de tiempo para su implantación y, en Canarias, como en otros muchos sitios, se ha llegado tarde a la lucha contra el cambio climático.
A mediados de octubre el tema volvió al candelero con la dimisión del director general de infraestructuras educativas, quien explicó su decisión en base a la falta de recursos humanos de su departamento, aunque seguro que también tuvo algo que ver la intención de que su área perdiese las competencias en materia de contratación.
Ya en noviembre, la “agenda canaria” suscrita entre el partido del presidente del Gobierno de Canarias y el partido del presidente del Gobierno del Estado, como compromiso para obtener el voto de Coalición Canaria en la investidura de Sánchez, fue lo que mantuvo en la palestra el estado de nuestros centros educativos, ya que este acuerdo de legislatura recoge la necesidad de obtener una dotación adecuada para cumplir los compromisos entre Canarias y el Estado en materia de infraestructuras educativas, entre otras.
Es decir, pese a la existencia de un Plan Canario de Infraestructura Educativa para el periodo 2018-2025 que prevé una inversión de 507 millones de euros, todas las noticias de las que se hace eco la prensa no hacen sino evidenciar que durante años la inversión en este tipo de equipamientos no ha alcanzado el nivel mínimo deseable. Esto se debe tanto a que a la Consejería de Educación no le alcanza el dinero como a que los ayuntamientos no son capaces de poner suelo a su disposición. La situación no parece que vaya a mejorar a corto plazo, ya que la inversión en Educación para 2024 caerá en términos porcentuales, desde el 4.63% al 4.20% del PIB canario, cifras muy alejadas del 5% que marca la Ley Canaria de Educación.
Tan desolador es el panorama, que el propio consejero llegó a afirmar en el parlamento canario que nuestras infraestructuras educativas están en el siglo XVIII o XIX. En definitiva, que a corto plazo seguiremos sufriendo de centros antiguos, cuyas fachadas parecen a punto de desplomarse, o con cubiertas carentes de mantenimiento, que se convierten en un colador cada vez que llueve, y de edificios enfermos que causan patologías respiratorias en sus usuarios. Otros muchos están faltos de equipamientos como zonas de sombra o ascensores, o presentan problemas de accesibilidad. También encontramos instalaciones eléctricas tan deficientes que son incapaces de superar el control de una OCA. Incluso, algún centro hay situado tan cerca de la autopista que el ruido interfiere el normal desarrollo de la actividad lectiva.
Mención aparte merece la existencia de amianto en más centros educativos de los que quisiéramos. Sólo con mencionar la presencia de este material en un lugar de trabajo, se genera alarma entre las personas que lo frecuentan, aunque se encuentre aislado o encapsulado, porque como es sabido, respirar sus fibras puede ocasionar graves enfermedades pulmonares a largo plazo.
Siguiendo los criterios establecidos por la Unión Europea, la Consejería de Educación, aunque a cuentagotas, ha venido retirando el amianto de los centros. Lo malo es que en los últimos tiempos ha decidido retirarlo en periodo lectivo, y con los centros afectados abiertos, aduciendo motivos burocráticos y que se hace a través de empresas autorizadas que toman las medidas de prevención que establece la normativa.
Si durante esta retirada se están cumpliendo o no los Estudios de Seguridad y Salud no lo podemos atestiguar, puesto que, aunque el STEC-IC ha solicitado que se nos entreguen, la Consejería no se ha dignado ni a contestarnos.
Sin embargo, al margen de los mencionados estudios, la medida preventiva ideal es evitar el peligro. Si la retirada del amianto se realizase en periodo no lectivo, con los centros vacíos, está claro que no habría riesgo alguno para las comunidades educativas, y éstas no se alarmarían. Estamos de acuerdo con que se pongan manos a la obra, pero con cuidado y transparencia, porque es cierto que obras son amores, pero hay amores que matan.
Javier Morales González
Miembro del Secretariado Nacional del STEC-IC